Cenicienta no hizo ni caso al príncipe en toda la noche pero al tirar su zapato de cristal no entendió porque el príncipe no fue a recoger los cristales rotos para adorarlos y besarlos. Cenicienta no soportaba no ser su centro de atención ni que él no enloqueciera de amor por ella. Cenicienta tenía un ego dorado y acariciado y se ponía enferma cuando no le hacían caso. Sabía que había un montón de mujeres caprichosas y con necesidad de ser mimadas pero nunca se había considerado una de ellas. Es por eso que a Cenicienta no se le caían los anillos fregando el suelo y por eso que estaba siempre en las nubes.
Pero ella era caprichosa. Muy caprichosa y le aburrían los príncipes que no se pasaban el día pegados a ella como una lapa. Ella quería príncipes lapa. Cenicienta se montó en su carroza pasada de hora y acabó bañada en pulpa de calabaza. El príncipe reaccionó y preguntó “¿Estás bien?” pero como ella le ignoró, él volvió a su baile de palacio a beberse unos cubatas. Cenicienta bailó delante de él con otros hombres y mujeres para ponerle celoso pero él se lo pasaba demasiado bien volcando botellas en su vaso empañado. Ella salió fuera a respirar. Él no la siguió. La noche la encontró llorando y pataleando y le regaló una lluvia que la empapó para consolarla. Ella entró para no resfriarse y él la miró. Vio su vestido mojado y calculó por las transparencias dónde pondría sus labios y sus manos. Se acercó a ella, la agarró y se la llevó. Esa noche la madrastra montaría en cólera por su ausencia. Cenicienta estaría feliz. Las hormonas se la habían vuelto a jugar.
lunes, 4 de octubre de 2010
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