Myself Ofelizándome

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martes, 5 de octubre de 2010

Margarita de Austria

A Margarita de Austria le gustaba la gente con estrabismo. Tanto que podía quedarse horas mirándoles sin cansarse. Margarita no entendía esta pasión que la consumía. A veces, si encontraba a alguien con los ojos diferentes en un museo, por ejemplo, le perseguía disimuladamente para observarle. A veces intentaba observarle en el reflejo de los cristales de las serigrafías. A veces le miraba sin más abiertamente hasta notar la incomodidad del otro por sentirse observado. Cuando se trataba de un niño o niña le daban ganas de comérselo a besos e improvisaba conversaciones con la madre sólo para observarle un poco más. A Margarita de Austria también le gustaba mucho el color de la gente albina y si la persona albina en cuestión también tenía los ojos cruzados, no importaba cuanto, a Margarita le entraban ganas de desmayarse de placer. Una vez quiso tener un león albino y bizco cuando era pequeña pero su madre le dijo que los leones albinos y bizcos huelen muy mal dentro de las casas. A ella no le gustaban nada los malos olores, así que desistió.
Entonces ocurrió un día por casualidad. Margarita miraba fotos antiguas un día de lluvia y aburrimiento total. Se miró a sí misma y recordó. Ella también había tenido los ojos torcidos. Su madre la había llevado a tantos médicos que finalmente, por cansancio de visitar médicos había corregido su mirada por sí sola. Y lo había conseguido sin pretenderlo.
Cuando Margarita de Austria miraba los ojos torcidos, de alguna manera, echaba de menos su propia identidad.

lunes, 4 de octubre de 2010

Myself Ofelizándome

Ofelia plantó un jardín, arrancó las flores y se suicidó. Hamlet, su amor. No entendía. Él era para ella un ídolo idolatrado. Se habían escapado tantas veces sus suspiros al cruzarse sus miradas que por no entender siguió los pasos de su prima Julieta. Ofelia plantó un jardín, arrancó las flores y se suicidó. La muerte siempre poderosa alimentándose de las historias fallidas de amor.

Cenicienta en las estancias del placer (3)

Cenicienta no hizo ni caso al príncipe en toda la noche pero al tirar su zapato de cristal no entendió porque el príncipe no fue a recoger los cristales rotos para adorarlos y besarlos. Cenicienta no soportaba no ser su centro de atención ni que él no enloqueciera de amor por ella. Cenicienta tenía un ego dorado y acariciado y se ponía enferma cuando no le hacían caso. Sabía que había un montón de mujeres caprichosas y con necesidad de ser mimadas pero nunca se había considerado una de ellas. Es por eso que a Cenicienta no se le caían los anillos fregando el suelo y por eso que estaba siempre en las nubes.
Pero ella era caprichosa. Muy caprichosa y le aburrían los príncipes que no se pasaban el día pegados a ella como una lapa. Ella quería príncipes lapa. Cenicienta se montó en su carroza pasada de hora y acabó bañada en pulpa de calabaza. El príncipe reaccionó y preguntó “¿Estás bien?” pero como ella le ignoró, él volvió a su baile de palacio a beberse unos cubatas. Cenicienta bailó delante de él con otros hombres y mujeres para ponerle celoso pero él se lo pasaba demasiado bien volcando botellas en su vaso empañado. Ella salió fuera a respirar. Él no la siguió. La noche la encontró llorando y pataleando y le regaló una lluvia que la empapó para consolarla. Ella entró para no resfriarse y él la miró. Vio su vestido mojado y calculó por las transparencias dónde pondría sus labios y sus manos. Se acercó a ella, la agarró y se la llevó. Esa noche la madrastra montaría en cólera por su ausencia. Cenicienta estaría feliz. Las hormonas se la habían vuelto a jugar.

Cenicienta en las estancias del placer (2)

Cuando él no luchaba y se dormía en los laureles ella tenía ganas de partir ventanas. No para saltar. No. Partir los cristales al tirarlo todo. Sin embargo, se quedaba sentada mirando revistas mientras él la observaba lívido. Ella, cuando no perdía el control, era capaz de sacar a cualquiera de quicio, y cuando luego analizaba este talento, se tronchaba de risa. A veces ella tenía que inventar que tenía marido para no tener que decirle a alguien que no estaba interesada. A veces inventaba que al día siguiente se marchaba para siempre al extranjero. Ella odiaba más que nada en el mundo las negativas y las mentiras, pero cuando no quería decir NO, mentía hasta rascar las paredes con su nariz.
Un día alguien llamó a la puerta y ella decidió no abrir. Estaba tumbada en la cama mirando el techo sin pensar en nada. Había querido no estar triste y se había abandonado a la nada. La puerta sonó dos veces más. No se inmutó. Aquella llamada en la puerta habría cambiado su vida. Nunca más tarde sabría que había perdido su oportunidad.
Ella tenía ganas de partir ventanas. Se levantó de la nada para lanzar la radio y el televisor.

Cenicienta en las estancias del placer

“Sólo tiempo. Sólo se necesita tiempo para olvidar”. Las figuras desaparecerían tan pronto otras se cruzaran en su camino. Pero ella volvería un día a bucear por otros mundos y ellos aparecerían de nuevo, sin previo aviso, con sus máscaras roídas por el tiempo. Y siempre dolía, aunque ella quisiera parecer frívola, dolía. Volvió a coger el libro y siguió leyendo. Era su única forma de escapar. Le faltaba la respiración y se preguntaba si era el dolor o la revolución hormonal de sus instintos. Dieron las 12 y se durmió.